sábado, 25 de julio de 2009

Nostalgia de El Porvenir*

Fue una de tantas noches en las que con ojo de pez y ya en cama, Pedro solía esperar a que el silencio tomara la ciudad, se apoderara de ésta y poco a poco iniciara su trabajo. –Sí, porque de noche es el silencio quien trabaja –decía- entonces, un alguien le pone trapos negros a las cosas y el mundo no es real y todo flota como sobre un gran lago.
La noche estaba allí, en su ventana, junto a su cuarto, pero se veía tan alta y cansada y vieja. Era como un espejo de agua entre sus manos, como un pedazo de tiempo ya vivido, ya muerto, puesto de pronto entre la vida y Pedro, con sus recuerdos, poseedor de qué secreto. Un Pedro que fuma, que garabatea en la superficie de una página en blanco, impaciente, con ese aire nervioso y puntual de quien acude a una cita hecha por nadie y sin embargo consabida. Espectador contrariado (por su corta edad, porque nunca antes, porque todo era tan nuevo para él) de las ausencias que se citan y se palpan en los sótanos del alma.
Ventana abierta, puerta cerrada y lo negro de la noche formando parte de su estancia. Abrir los ojos, ver nada, recordar apenas unos brazos rodeando su sonrisa, aquellas manos cansadas de extender las redes, de buscar comida. Sentir la brisa de Cuitzén y a Xúchitl y a sus padres llegando de qué parte. ¿Invocados por él?, transportados de pronto a ese mundito de paredes enyesadas, de retratos, de jugar al juego de estar juntos, de permanecer, de no irse.
Sus padres y él habían vivido felices en el pueblo El Porvenir, a orillas del lago de Cuitzén, muy solos y olvidados y tranquilos. Vivían allí porque así debía de ser, porque así había sido desde siempre, y porque como las otras familias del lugar, no conocían más mundo que ese, además, ¿para qué moverse de aquel sueño, si de tan suyo y generoso, no alcanzaba a abarcar el desamparo?

La vida era una manada de pinos pastándoles agua en las pupilas y en las bocas, era una sonrisa morena y muchas fiestas, hasta que ya no. Un no brutal y contundente le fue quitando los trapos a la noche, primero como jugando, como sin darse cuenta de lo que en realidad hacía, después más convencido, pretextando que el Gobierno; sí, era una orden –Hay que llevar el agua de Cuitzén a la ciudad-. No importa, lo sentimos, es una orden. Los habitantes de la región protestaron. Pronto fueron aplacados por otros hombres. Uniformes verdes, fusiles, manchas de sangre saliendo de las ropas, y sin saber más, la noche se quedó desnuda. Un Sol sin párpados comenzó a dilatarse en Cuitzén, a extenderse en la cara de las cosas y de todo el pueblo. Con el tiempo el paisaje se cubrió de polvo, el nuevo clima espantó a las lluvias, el cielo dejó de ser azul y se acabó el buen humor y el carácter festivo de los habitantes de El Porvenir. Por las mañanas, unas caras hambrientas y encaladas se arrastraban por las calles. No había qué comer escaseaba el agua. Por las noches nadie, sólo el monocorde gemido del silencio. Sólo una esperanza que madura en el vacío.

Así pasaron seis meses, después los habitantes del pueblo empezaron a morir. La primera vez, Pedro regresaba del monte, vacío, obligado a cargar con esa muertecita diaria en sus espaldas, en su vientre. La furia del Sol producía reflejos como de agua en donde una vez estuvo el lago; en medio de aquel desierto, apareció una anciana envuelta en su nostalgia de rebozo y atarraya. –La vieja Nohuichana –pensó Pedro y la vio desaparecer entre el vapor del día.

Caminar, fingir no sorpresa, ¿por qué?, después de todo era tan natural el calor y el cansancio; tan natural el espejismo.
Hundir los ojos en las grietas de la tierra, pensar en los cuerpos que se deshacen en la búsqueda y no en la somnolienta indiferencia de la espera.
En esas manos que se aferran a la última esperanza. Porque así es, cuando decimos vida, no hacemos sino resumir todo un conjunto de esfuerzos, de trabajos, de ese estarse peleando con la muerte, de acción, de entrega. Algo interrumpió los pensamientos de Pedro, parecía el murmullo que hace el agua cuando brota de la tierra. Unos pasos en aquella dirección, unos magueyes y más adelante, la anciana del rebozo. La atarraya extendida sobre un lago de polvo, unos guijarros simulando peces, cuatro cirios y las palabras de la anciana. Pedro se acercó y quedó como espantado al comprender que aquellas palabras estaban dirigidas a él. Mensaje brevísimo, apenas murmullo que sólo Pedro había escuchado. Designio, conjuro. Aquellas palabras quedarían cosidas para siempre en su memoria.

La voz del viejo Atilano, en la distancia, perforó el silencio, lo que hizo que el joven corriera hasta el anciano.
-Pedro, anoche murieron tres personas: don Jacinto, su hijo y la anciana Nohuichana; al filo de la medianoche salieron de la casa vieja tres urracas; doña Felicitas dice que fueron las almas de tres que ya no sufrirán, porque en El Porvenir hoy la muerte es una esperanza; yo no entiendo de eso, lo cierto es que habrá que sepultarlos.

Pedro se quedó en blanco, sangre fría, mirada perdida. El momento pasado con la anciana no era, no había podido ser, ni por un segundo, verdadero.
Dos semanas después murieron Juvencio y su mujer. Otras dos urracas rasgaron el cielo. El Porvenir perdía hasta el nombre. Un día algún vecino cerraba los ojos, volaba otra urraca, y al amanecer había que llevarlo al cementerio. Ya nadie lloraba. Esperaba.

Pedro no podía olvidar la noche última que pasó en El Porvenir. Un viento helado crecía por todas partes, azotaba los caseríos, arañaba las puertas y se metía hasta dentro de los huesos. Pedro en el camastro, con los caracoles del insomnio reptándole en el cráneo. Nostalgia obligada que produce el ubicar a los tiempos felices en su oficio de pasado y aceptar, aún sin quererlo, que se han ido para siempre de las manos.
No más paseos por el lago, no más chinchorrito lleno de charales para que Xúchitl, su compañera, los guisara tan sabroso. Cuando cavilaba en estas cosas, Pedro creyó escuchar unos ruidos extraños tras la puerta. Aletazos de peces pequeñitos saliendo del agua, ¿peces?, ¿agua? Confundido abandonó el camastro y se dirigió a la calle. Allí estaban, calladas y tristes; eran las mujeres del pueblo vestidas con sus chales y faldas negras, con su esperanza también negra.

-Lo hemos decidido –dijeron- no tenemos a dónde ir, y aunque así fuera, nadie dejaría sus pertenencias, nadie a sus muertos.
Habían decidido reunirse con ellos; un lugar donde descansara su cansancio y su sed y todo, porque allí esperarían a la muerte. Nada más podían hacer. Pedro quiso detenerlas. Recordó a Nohuichana y sus palabras: Había que ir por agua a la ciudad; organizarse. Unos esperarían la época de lluvias, otros cavarían pozos hasta hallarla, y los que quedaran, emprenderían el viaje a la ciudad. Todo antes que esperar sentados la muerte.
Fue inútil, aquellas mujeres siguieron su camino al camposanto. Ya en el cementerio, cerraron los ojos y comenzaron a rezar. Primero en voz alta, todas juntas; conforme les caminaba la noche, las voces se fueron apagando. Los niños que llevaban en brazos fueron los primeros en morir, después ellas. Pedro, que las observaba desde lejos, corrió al pueblo para pedir auxilio. –La iglesia, si, las campanas-. Nadie se acercó. –Las puertas, tocar las puertas- y sólo el rostro de la muerte colgado en las ventanas, filtrándose por debajo de las puertas, entre las sábanas y las costillas y nada servía, porque llegar tarde es como no haber llegado nunca. Porque el pueblo entero pensó: -“sí, es lo mejor, que nadie asista a más muerte que la suya; no ver cómo el pueblo se va quedando solo.”
Reunidos los habitantes de El Porvenir, acordaron un suicidio colectivo. Las mujeres irían al panteón y rezarían por todos. Los hombres se quedarían en sus casas, juntarían los objetos más valiosos para enterrarlos; que el olvido no los muerda con su furia. Y después buscarían ellos la forma de morir, de reunirse con los suyos. La hora sería altanoche, cuando el dios del silencio iniciara su trabajo. Pedro no había asistido a esa reunión. Cansado esa tarde, se había ido a encerrar con sus recuerdos, con ese intento de escapar a la condena de no hallarse, de no verse, ya nunca, entre la vida. No supo del plan hasta que lo vio escrito en el diario de su madre, al cerrar la noche. ¿Por qué no lo tomaron en cuenta?. Nadie lo buscaba desde hacía ya meses. La última había sido Nohuichana.

Al amanecer, Pedro, más sólo que nunca. El Porvenir, carcomido por el polvo, le inundó los ojos. Entonces recordó su sueño. Se vio garabateando en la superficie de una hoja inexistente. Un cigarro entre los dedos hace tiempo mutilados. Recordó esa ciudad a la que nunca fue, y el cuartito de paredes enyesadas del que le habló la anciana.
Crecía el día. El calor no lo dejaba respirar. Quiso moverse y se quedó anclado en la arena del paisaje.
-A veces los sueños nos engañan –se dijo. De pronto, un escalofrío le hizo comprender que la hora de la cita había llegado. Pensó en Xúchitl, en sus padres y en el lago que no había; habría dicho algo en contra del que lo mandó secar, pero sintió como los gusanos le mordían los labios. Se concentró entonces en el juego de estar juntos, de permanecer, y dejó de mirar el pueblo, para empezar a recordarlo.

*Cuento publicado en el libro de cuentos Sinfonía del Hombre.1987